lunes, 3 de agosto de 2009

Paranoia y Cuarto Poder


Lo primero que me pregunto es el por qué. El por qué de tanto miedo, tanta “prevención” desenfrenada sin razón aparente, de la paranoia que hace que ya no podamos seguir con nuestras vidas como las habíamos organizado hasta no hace tanto. Y la verdad que no puedo explicar lo que está sucediendo sin apelar a la reflexión, al descreimiento y al rápido cambio de canal.
Y una vez más me acuerdo de aquello a lo que llaman el cuarto poder Muchas veces me interrogué sobre la razón por la cual lo llaman así, ¿cómo es posible que los medios tengan tanta influencia en la sociedad?, ¿cómo pueden conseguir tener tanta razón por sobre la realidad? Pero bueno, convengamos que la realidad no es ni única ni estática, que todo está construido y nada es natural. Pero sé que, lamentablemente, somos pocos los que tenemos las herramientas para darnos cuenta que cada ubicación geográfica, en cada momento socio-histórico con una determinada conjunción de poderes, mentes, sabiduría, educación, posibilidades de interrogarse y reflexionar tiene una realidad propia. Sabemos que la realidad de nuestro país hoy no es la de treinta años atrás, y mucho más lejos está de ser similar a la de, digamos, Oriente.
Y esta realidad que nos embebe se erige, principalmente, de la cantidad, calidad y forma de la información que nos llega en todo momento, y aunque no quieras. Información que recibimos teñida de altos porcentajes de intereses políticos y económicos en los que terminamos creyendo por repetición; creo que Aldous Huxley tenía mucha razón al afirmar, en su libro Un Mundo Feliz, que "Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones hacen una verdad." Y si estas afirmaciones no tienen a ninguna autoridad instituida de alguna manera que las contradiga… bueno, tranquilamente creemos en su verdad inherente y nuestra realidad las incluye como si, empíricamente, estuvieran demostradas.
Todo esto “gracias” a las nuevas tecnologías que nos permiten estar informados, queramos o no, en todo momento y situación; dentro de los medios de transporte, fuera de ellos cubriendo las paredes, en enormes carteles que nos hipnotizan, en la televisión, radio, periódicos, revistas, y ahora, incluso, en nuestros celulares, las palabras parecen inundarnos, la información sobra, chorrea, nos excede. Creo que es muy valioso ponernos a reflexionar sobre esto, porque todos estos datos entran en nuestras vidas todo el tiempo y son ellos los responsables de que la realidad se construya de cierta manera y no de otra. Y, por otro lado, aquello que no forma parte de este universo de significaciones que nos rodea, simplemente, no está en nuestro universo, o sea “no existe”. Aunque ahora esté al alcance de la mano en cualquier biblioteca, aunque ya no haya que quemar libros por miedo a desaparecer, el conocimiento está tan desvalorizado, y las luces y los cuerpos tan supravalorados que igual cumplen su cometido de silenciarnos.
Obviamente, y siguiendo a Darwin, todo lo que no se usa se atrofia y desaparece, y a nosotros nos han enseñado a no usar la reflexión, la interrogación, a no preguntar el por qué ni dudar de las autoridades que la sociedad, desde muy chicos, nos impone. Empezando por el colegio, donde el que pregunta de más es siempre aquel que su nombre es recordado por todas las maestras; más tarde, ésa misma persona es despedida porque quiso conocer y hacer valer sus derechos. Esta misma persona sabe que la frase “mejor no hablar de ciertas cosas” sólo tendría que hacernos hablar de esas cosas. De todas las cosas. Esa persona es muy conciente de que el silencio es encubridor y odia la frase “ojos que no ven, corazones que no sienten”, porque sabe que los corazones sienten igual. Esa persona quiere saber más, quiere saber los datos comprobados, quién y cómo los comprobaron, por qué fueron comprobados de una forma y no de otra, y quiere, por sobre todas las cosas, poder elegir qué formará parte de su propia realidad.

sábado, 1 de agosto de 2009

¿Lo digo o no lo digo?

Entre las muchas y variadas enseñanzas que mi padre me ha legado, hay una frase que siempre, por una u otra razón, recuerdo, y dice así: “Podés hacer lo que quieras en la vida, menos evitar las consecuencias”. De más está decir que puede aplicarse a cualquier accionar; siempre uno termina dándose cuenta que los efectos concomitantes de algo que hizo o dejó de hacer, expresó o se olvidó de decir (sin traer aquí a Freud, que, con gusto, nos ayudaría a descubrir el porqué de tal “olvido”) muchas veces escapan a lo que uno esperaba o siquiera imaginaba.

Hete aquí que, en más de una ocasión, nos encontramos tratando de explicar lo inexplicable. Claro, es complicado para nosotros, que estamos seguros de no haber querido ofender ni lastimar a nadie, explicar nuestro accionar a alguien que, obviamente, no tiene el mismo panorama y resultó lastimado u ofendido. Muchas veces es casi imposible aclarar lo que dijimos, y en contadas ocasiones es tan complejo el asunto que las personas dejan de hablarse, empiezan a cambiar de opinión sobre alguien, e incluso pequeñas guerras tienen lugar por lo que fue, en un principio, sólo un comentario, una frase, un “decir”.

Yo me pregunto: ¿Dónde está el límite entre lo que uno tiene “derecho” a decir y aquello que es “mejor callar”?, ¿Cómo hace uno para que aquello inherente a la vida social, las palabras, sean sólo lo que les pedimos que sean?, ¿Para que los términos que brotan de nuestros labios no signifiquen nada más que lo que representan al momento de decirlas?, ¿Cómo explicar nuestra propia imparcialidad?

Creo que las respuestas son diferentes para cada uno de nosotros; tan variadas como variedad de subjetividades uno puede encontrar. Para muchos de nosotros ciertas palabras no se pueden decir, para otros algunos fonemas son ofensivos, insultantes o incluso blasfemos; otros tendrán miedo a hablar por “el qué dirán”, o “para no quemarlo”, o, incluso, para que no pase lo temido al nombrarlo, al hacerlo palabra. La palabra nunca es ella sola, siempre es ligazón entre sujetos, entre significaciones, entre intenciones; ya Watzlawick nos advirtió, en su Teoría de la Comunicación Humana, de los peligros que corremos al, justamente, comunicarnos, confundiendo intencionalidades, objetivos y puntuaciones de nuestro inocente interlocutor. Muchos repiten incansablemente el mismo discurso, tratando de convencerse de que es así y no hay otra forma de verlo, sintiéndose cuasi ultrajados si alguien trata de contarles que existen otras formas de pensar, hablar y comunicarse. Por suerte también están los que reaccionan agradecidos y curiosos cuando alguien es diferente, sin catalogar bajo la eterna (y cansadora) lógica binaria, que demanda que la gente sea “como uno” o “no como uno”; que el discurso de otro individuo sea solamente “verdadero” o “falso”; que sea catalogado como “bueno” o “malo”, que entre en los límites de lo “normal” o “anormal”, que sea “sano” o “enfermo” en última instancia. ¿Porqué será tan difícil entendernos bajo un “Y” en vez de un “O”?, ¿Porqué tenemos esa ¿naturaleza?, ¿costumbre? de segregar y excluir en vez de incluir?

Y si nos ponemos a pensar, si, le decimos “loco” a todo aquel que no encaje con lo que solemos, esperamos o quisiéramos ver, escuchar o tratar; aunque sea en broma, incluso en ese momento estamos fundando significado. Significado que, otra vez, puede ser ofensivo, insultante… o discriminativo. Etiquetamos así a las personas, suponiendo que están “locas” por no tener el mismo rango de accionar permitido que nosotros nos permitimos tener.

Muchas veces uno no se da cuenta que es imposible que todos pensemos, actuemos o hablemos igual; es más, sería harto aburrido que el pensamiento sea único, compartido e ideal. Y más que aburrido sería un arma perfecta; un instrumento de control masivo que fácilmente nos dejaría a todos contentos y sin ganas de pensar más allá, sin necesidad alguna de hacernos preguntas, de cuestionar, de problematizar, de interrogarnos acerca del por qué, del cómo, de las razones que nos llevan a pensar de esa manera y no de otra. Porque en este universo imaginario no habría “otra”, como no hay manera de cuestionar, por ejemplo, a Dios; el dogma requiere la mayor entrega, la menor duda, la menor opinión, la única creencia de verdad absoluta, de realidad. De conformidad.

Yo creo que, con un alto nivel de tolerancia y escucha, bajando un poco los puños y siendo un poco más “otro” con el “Otro” podemos avanzar. Podemos pensar más allá de yo/no yo para empezar a ver que lo distinto no siempre es de temer; que las diferencias no tienen porqué significar deficiencias. Que lo distinto muchas veces nos abre la posibilidad de pensar más allá, de tener en cuenta más variables; la homogeneidad es imposible si consideramos la heterogeneidad que nos funda, y ésta es (o tendría que ser) fuente de riqueza y no de descrédito, debería ser nuestro orgullo y no nuestra vergüenza.

 
template by suckmylolly.com